El estallido verde de la uva tuvo para el viejo la vitalidad del germinar del trigo. Era el poniente y ya algunas nubes enrojecían. Llevó otra uva a su boca. Las callejuelas de tierra resplandecían sus tiempos de camionero, con la vida como un bolero sin compás, aquellos arranques negros como una mirada en la noche, aquella juventud de agua fría y hermanos que se iban a dialogar con Dios y nunca volvían. El hombre frunce el ceño. Pero lo frunce tranquilamente, quizá para ver pese a los rayos de sol, cada vez más horizontales. El nieto vuelve a pasar con su bicicleta, haciendo polvareda. Es el mayor de unos cuantos nietos, y el hombre íntimamente, aunque jamás lo confesaría, lo prefiere.
“A su edad yo andaba cosiendo pelotas, en el altillo de la casa de mi padre”, piensa. Su padre no lo había querido bien, y lo había echado de casa varias veces. También lo habían echado de siete colegios, sin exagerar. Una vez había apostado con un amigo a cuál echarían primero, y viendo que el otro había hecho una travesura grave, no vaciló en tirar un manzanazo a la directora. Por eso el mirar de don Boli tenía tanto de noche: la soledad ennegrece a los hombres cetrinos. Venían llegando las estrellas, como ventanas. Don Boli había abandonado el tarro con uvas y acariciaba al Golfo, un perro viejo, manchado, blanco y negro. Él también estaba llegando. Ya no salía tras los caballos a recorrer el campo; se quedaba en los aledaños de la casa, mirando jugar a los niños, moviendo la cola al lechero, pidiendo caricias con el ojo blanco. Tenía un ojo blanco. Cualquiera habría pensado que no veía por ese ojo, pero don Boli había comprobado que eso no era cierto.
Ahora el viejo mira las estrellas. Tantas veces había querido meterse en alguna e irse, como nadando, hasta nunca más. Las estrellas tienen mujeres imposibles, amigos inolvidables, y un largo debe con nosotros. Y tienen en su haber que nos ayudan a creer en un orden cósmico que repare las ausencias. “Menos mal que las constelaciones no se compran”, se dijo con ironía. Él está viejo para esos hombres que querían ir tan rápido. Y eso que es bien despierto todavía, y la vida lo ha hecho fluir en los negocios. “Cosechar es tan arduo como sembrar”, me explicó una vez. El cielo ya estaba repleto de luces, como nunca lo vemos en la ciudad. El viejo ansió su botellita de vino, premio que mantiene hasta éstas, sus últimas jornadas de trabajo. Pero estaba como herido de añoranza así que prefirió dejar esperando a su mujer, y gritó a su nieto:
-Vete a tu casa que ya está oscuro.
-¿Y tú, Cocola?
-Yo no le doy explicaciones a nadie. Y menos a ti. Lo único que me faltaba.
Así, el nieto partió dejando a su abuelo con un cielo que tintineaba melodías, un campo que era una vasta negrura y un horizonte que no se veía, como en la juventud. Se oían pájaros. El viejo se los sabía, pero no tenía ganas de distinguirlos, como tampoco distinguió demasiado los ladridos de una jauría vecina. Sintió la quietud como una metáfora de movimiento. Respiró hondo el prana de la luna, sus cráteres que están dentro de cada uno de nosotros, su luz, jardín de plantas imaginarias. Se escuchó un ruido de motor. Seguramente alguno de sus hijos iba rumbo al pueblo. El pueblo que se había convertido en ciudad. El viejo levantó los codos, que había apoyado en armazón metálico inútil ya. Empezó a caminar despacito. Sintió el olor a alfalfa y algún mugido lo hizo sonreír. Siguió a paso lento. El cielo lo miraba.
Llega a su casa cansado, de pantalón y tiradores, y se sienta a la mesa a esperar a su mujer y a un sobrino, que soy yo. Lo saludo, pronto para escuchar “siéntate derecho, hombre”. Me siento lo más derecho posible, pero, íntimamente, creo estar torcidísimo. Él empieza con su vino y yo con un buen jugo de naranjas. Me mira. Es difícil ser mirado así. Escruta mudo unos segundos. Luego sonríe.
-Y ¿fuiste donde la Viviana hoy?
-Sí.
-Es buena moza.
Me río, y ya calmo, empiezo a devorar la cazuela de pollo que trajo mi tía. Viviana es la hija del camionero, pero como trabaja en una farmacia, parece una muchacha de la ciudad, por su manera de vestirse y caminar. Según vaya uno a saber qué, don Boli me prohíbe o me incita a verla. El tiempo hará viscoso todo esto.
En el cuarto de don Boli hay una foto en que estamos él y yo, la noche en que se casó uno de mis primos. Estamos trajeados y mi mirada está como alunada, como buscando un porqué firme para estar lejos de casa. Algo más tangible que la imposibilidad. Yo no tengo hermanos muertos. Pero mi adolescencia no ha sido de las fáciles. Por eso don Boli me respeta, y por eso también, me rezonga arbitrariamente todo el tiempo. Me pasea en su jeep entre la remolacha y cuando me ve cara de abombado me hace bajar a abrir las puertas de los alambrados.
Yo también añoro. A veces, al mediodía, los días de fiesta me encierro en el baño y entre las revistas frívolas, me pongo a llorar. Don Boli lo sabe. Pero no me lo dice, salvo alguna noche especial en que vamos a cenar juntos a la ciudad.
En esas ocasiones suele emborracharse y cantar, con la voz desafinada de un pájaro gaucho, la espalda ancha recostada en una sillita, los ojos fijos en la camarera.
-La vida hay que beberla sorbo a sorbo –me explica.
Y uno y otro amigo que pasan son motivo para brindar. Pero él los hace circular rápido para que yo entienda que quiere estar a solas conmigo. Creo que lo hace para hacerme sentir que tengo una intimidad interesante.
Hablando con él, a veces, yo también me desenfreno. Me río largo o insulto, como en el fútbol. Él me lo tolera. Soy la persona que más le toma el pelo, pero sólo cuando él lo permite.
-La vida es lisa como este mantel, y sus crestas se alisan con los años.
Él no creía mucho lo que me estaba diciendo: no eran horas de demasiada certidumbre.
El viejo y su constelación. Sus arañas en el cielo, cuidándolo, mordiéndolo… Don Boli camina por un camino de tierra. Están las cosas del hombre peleando por hacer gárgaras, en su pecho. Un día nos reencontraremos. Habrá pasado el tiempo.
Ramiro Guzmán Zuluaga