"Hay dos planetas, Nunca y Siempre, y un montón de asteroides entre ellos."
RAMIRO GUZMÁN

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los angeles chileEl estallido verde de la uva tuvo para el viejo la vitalidad del germinar del trigo. Era el poniente y ya algunas nubes enrojecían. Llevó otra uva a su boca. Las callejuelas de tierra resplandecían sus tiempos de camionero, con la vida como un bolero sin compás, aquellos arranques negros como una mirada en la noche, aquella juventud de agua fría y hermanos que se iban a dialogar con Dios y nunca volvían. El hombre frunce el ceño. Pero lo frunce tranquilamente, quizá para ver pese a los rayos de sol, cada vez más horizontales. El nieto vuelve a pasar con su bicicleta, haciendo polvareda. Es el mayor de unos cuantos nietos, y el hombre íntimamente, aunque jamás lo confesaría, lo prefiere.
“A su edad yo andaba cosiendo pelotas, en el altillo de la casa de mi padre”, piensa. Su padre no lo había querido bien, y lo había echado de casa varias veces. También lo habían echado de siete colegios, sin exagerar. Una vez había apostado con un amigo a cuál echarían primero, y viendo que el otro había hecho una travesura grave, no vaciló en tirar un manzanazo a la directora. Por eso el mirar de don Boli tenía tanto de noche: la soledad ennegrece a los hombres cetrinos. Venían llegando las estrellas, como ventanas. Don Boli había abandonado el tarro con uvas y acariciaba al Golfo, un perro viejo, manchado, blanco y negro. Él también estaba llegando. Ya no salía tras los caballos a recorrer el campo; se quedaba en los aledaños de la casa, mirando jugar a los niños, moviendo la cola al lechero, pidiendo caricias con el ojo blanco. Tenía un ojo blanco. Cualquiera habría pensado que no veía por ese ojo, pero don Boli había comprobado que eso no era cierto.
Ahora el viejo mira las estrellas. Tantas veces había querido meterse en alguna e irse, como nadando, hasta nunca más. Las estrellas tienen mujeres imposibles, amigos inolvidables, y un largo debe con nosotros. Y tienen en su haber que nos ayudan a creer en un orden cósmico que repare las ausencias. “Menos mal que las constelaciones no se compran”, se dijo con ironía. Él está viejo para esos hombres que querían ir tan rápido. Y eso que es bien despierto todavía, y la vida lo ha hecho fluir en los negocios. “Cosechar es tan arduo como sembrar”, me explicó una vez. El cielo ya estaba repleto de luces, como nunca lo vemos en la ciudad. El viejo ansió su botellita de vino, premio que mantiene hasta éstas, sus últimas jornadas de trabajo. Pero estaba como herido de añoranza así que prefirió dejar esperando a su mujer, y gritó a su nieto:
-Vete a tu casa que ya está oscuro.
-¿Y tú, Cocola?
-Yo no le doy explicaciones a nadie. Y menos a ti. Lo único que me faltaba.
Así, el nieto partió dejando a su abuelo con un cielo que tintineaba melodías, un campo que era una vasta negrura y un horizonte que no se veía, como en la juventud. Se oían pájaros. El viejo se los sabía, pero no tenía ganas de distinguirlos, como tampoco distinguió demasiado los ladridos de una jauría vecina. Sintió la quietud como una metáfora de movimiento. Respiró hondo el prana de la luna, sus cráteres que están dentro de cada uno de nosotros, su luz, jardín de plantas imaginarias. Se escuchó un ruido de motor. Seguramente alguno de sus hijos iba rumbo al pueblo. El pueblo que se había convertido en ciudad. El viejo levantó los codos, que había apoyado en armazón metálico inútil ya. Empezó a caminar despacito. Sintió el olor a alfalfa y algún mugido lo hizo sonreír. Siguió a paso lento. El cielo lo miraba.
Llega a su casa cansado, de pantalón y tiradores, y se sienta a la mesa a esperar a su mujer y a un sobrino, que soy yo. Lo saludo, pronto para escuchar “siéntate derecho, hombre”. Me siento lo más derecho posible, pero, íntimamente, creo estar torcidísimo. Él empieza con su vino y yo con un buen jugo de naranjas. Me mira. Es difícil ser mirado así. Escruta mudo unos segundos. Luego sonríe.
-Y ¿fuiste donde la Viviana hoy?
-Sí.
-Es buena moza.
Me río, y ya calmo, empiezo a devorar la cazuela de pollo que trajo mi tía. Viviana es la hija del camionero, pero como trabaja en una farmacia, parece una muchacha de la ciudad, por su manera de vestirse y caminar. Según vaya uno a saber qué, don Boli me prohíbe o me incita a verla. El tiempo hará viscoso todo esto.
En el cuarto de don Boli hay una foto en que estamos él y yo, la noche en que se casó uno de mis primos. Estamos trajeados y mi mirada está como alunada, como buscando un porqué firme para estar lejos de casa. Algo más tangible que la imposibilidad. Yo no tengo hermanos muertos. Pero mi adolescencia no ha sido de las fáciles. Por eso don Boli me respeta, y por eso también, me rezonga arbitrariamente todo el tiempo. Me pasea en su jeep entre la remolacha y cuando me ve cara de abombado me hace bajar a abrir las puertas de los alambrados.
Yo también añoro. A veces, al mediodía, los días de fiesta me encierro en el baño y entre las revistas frívolas, me pongo a llorar. Don Boli lo sabe. Pero no me lo dice, salvo alguna noche especial en que vamos a cenar juntos a la ciudad.
En esas ocasiones suele emborracharse y cantar, con la voz desafinada de un pájaro gaucho, la espalda ancha recostada en una sillita, los ojos fijos en la camarera.
-La vida hay que beberla sorbo a sorbo –me explica.
Y uno y otro amigo que pasan son motivo para brindar. Pero él los hace circular rápido para que yo entienda que quiere estar a solas conmigo. Creo que lo hace para hacerme sentir que tengo una intimidad interesante.
Hablando con él, a veces, yo también me desenfreno. Me río largo o insulto, como en el fútbol. Él me lo tolera. Soy la persona que más le toma el pelo, pero sólo cuando él lo permite.
-La vida es lisa como este mantel, y sus crestas se alisan con los años.
Él no creía mucho lo que me estaba diciendo: no eran horas de demasiada certidumbre.
El viejo y su constelación. Sus arañas en el cielo, cuidándolo, mordiéndolo… Don Boli camina por un camino de tierra. Están las cosas del hombre peleando por hacer gárgaras, en su pecho. Un día nos reencontraremos. Habrá pasado el tiempo.

Ramiro Guzmán Zuluaga

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carmen cuentoOperaron a Emilia. El tajo es largo, el dolor es largo, su ausencia es larga. La fui a visitar al hospital: cuando llegué estaba con su marido y su hija. Emilia es la empleada de casa y es una nueva musa sin que haya entre nosotros más que una hermosa amistad. Montevideo está volviendo a ser de a poco un hogar para mí. He sido andariego, lunático, esclavo, festivo, arrogante y humilde y sincero, y alguna mentirita capaz que se me escapó también por ahí. Escarban mis noctámbulos en una de mis biografías: la que dice que nunca nací, que nunca existí, que nunca creí.

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sirenaEl agua está turbia, revuelta, desprolija. El aire de reserva se acaba, el mar ya no es mar, sólo es agua, prisión. El mar es más que nunca el mar, inmenso hasta lo eterno. Ya no hay más aire pero el buzo no muere: es como si estuviera respirando agua. En vez de nadar, vuela; vuela en el mar.

Ahogado o no, el muerto vive. Se mueve hacia todos lados, hacia ninguna parte. El marrón se hace gris, y el gris paisaje. Cerca, muy cerca del buzo arde una hoguera; fuego, fuego en el mar. Algún que otro tiburoncito aletea alrededor de ese fuego. Llegan ahora montones de peces. Más que peces debería decir colores: montones de colores con forma de peces. El muerto, el vivo que se cree muerto, los mira como en un sueño: “deben de ser enviados de Dios”, piensa.

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batalla interiorBATALLA INTERIOR

La desazón en mi campo de batalla interior. Afuera, arriba, abajo, las personas entendían el funcionamiento de las cosas. La tecnología, los celulares. Y yo escribiendo despacio cuentos y los atentados y las guerras. Trataba inútilmente de no desvencijarme. Las fogatas y los asados estaban a la orden del día y yo vivía un nuevo romance con mi gente. La luna era un pozo negro en mi alma, pero, a su manera, colaboraba conmigo. Yo buscaba enardecerme como en mis juventudes, pero mis pasiones habían mutado.

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La vela grande y chica hablaba con la chica y grande.
- Para mañana anunciaron apagón por esta zona - dijo la vela grande de edad y chica de tamaño.
- ¿Y a nosotras, qué nos importa?
-Nos importa mucho hija querida - repuso la otra.
- ¿Y por qué? - Preguntó incrédula la joven.
- Porque cuando hay apagón los hombres no ven y cuando no ven prenden fuego nuestras cabezas para ver - dijo la otra.
- Entonces en invierno debe ser muy lindo que haya apagón - dijo alegrándose la de corta edad.
- No, porque también arde nuestro cuerpo y poco a poco nos vamos achicando hasta morir.
- ¡¿Entonces cuando usted era joven también era alta como yo?!
-Sí mi querida. ¿Ves, cuán terrible es que haya apagón?
No obtuvo respuesta. Ambas se quedaron en silencio, una esperando empezar a envejecer y la otra esperando la muerte.

Ramiro Guzmán

 

Ilustración Iñigo Muguerza

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Ahora que sólo soy una ola de mar empiezo a entenderlo todo. Es muy difícil escribir frases auténticas: el Universo y sus alrededores han sido escritos y reescritos ya infinitas veces. La literatura, hirviente como el sol, aspira a ser casi tan transparente como el agua; tan eterna como Dios. Es al fin y al cabo, igual que tantas cosas útiles en este mundo, un nido de hipocresías.

Los ojos de un cangrejo se me antojan mucho más sinceros y expresivos que todas mis palabras. ¿Se han fijado alguna vez en los ojos de un cangrejo? Háganlo. Verán la cara pura del instinto; el verdadero motor de la razón: un enigma salvaje que nos abastece de amor.

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Era el año 1812. Era un invierno mucho más frío que el ruso. Era una balacera sin pólvora.

Carlos venía cabalgando con un hijo atrás y otro delante de su ingle. La muerte flotaba en el inmenso hueco de una manera increíble. Carlos se sabía ficticio, fantasmal como una niebla evacuada de la atmósfera. La noche, a esas horas de tristeza, es un juego de galaxias. El campo se puebla de otros muertos que vienen a morirlo a uno. Se escucha carcajadas horribles y se entiende demasiado fácilmente que no son sino presencia de la soledad.

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No sé en qué parte de la Tierra ni de qué milenio futuro narro.
Lo cierto es que un tipo caminará solo por un mundo completamente inanimado.
Todo menos él será objeto.
No soplará el viento ni se moverán las aguas; no cantarán los pájaros ni bailarán las niñas.
Los seres: momias.
La existencia yacerá cataléptica, muerta.
Y en medio de todo esto, "mi" vagabundo rogará por la más nimia compañía, por el más insignificante sonido.